A mi casa el ordenador tardó en llegar.

Podría haber sido perfectamente porque nos era imposible pagar uno, pero ante todo fue porque en los 90 no era costumbre tener ordenadores en casa. Si tú has crecido en este mundo en el que es costumbre tener todo tipo de aparatos inteligentes en el hogar o un ordenador personal por cada miembro de la familia, esto te puede sonar a que estás leyendo a una viececita que escribe sus memorias. Pero créeme, la tecnología para mí ha sido todo un viaje.
Poca gente sabe que escribo historias desde los 9 o los 10 años. Y precisamente porque mis manos no rozaron un teclado de ordenador hasta los 12 o los 13, siempre escribía todas mis historias y cuentos a mano, en folios que luego grapaba para que tuvieran aspecto de “libro”, con portadas dibujadas por mí y todo.
Por supuesto, todos mis escritos estaban llenos de tópicos sacados de las películas de Disney que veía en bucle, pero verme a mí misma escribiendo, gastando boli y papel, es uno de los recuerdos más vívidos que conservo de mi infancia.
Para suerte de mis pequeños dedos y mis sueños de convertirme en novelista, un poco antes de la llegada del primer ordenador a mi casa, llegó una máquina de escribir antigua que encontré en el cobertizo de la casa del pueblo de mi madre: una Olympia Monica con la que seguí escribiendo tiempo después y con la que aprendí a mecanografiar (a mi manera, por supuesto. Y también aprendí a cambiar rollos de tinta, a poner palabras en otro color o a usar esas tiras de “típex” cuando me equivocaba al escribir).
Aunque yo entonces no lo sabía (y pude descubrir gracias a Google, cuando ya tenía ordenador e Internet), una Olympia también fue la fiel compañera del escritor Paul Auster desde la década de los 70, cuando se la compró a un amigo de la facultad por apenas 40 dólares.
Tiempo después tuve mi primer ordenador.
Lo heredé de mi tío y era un ordenador con un monitor enorme y pesado, una torre gigante que sonaba como un avión al despegar cada vez que se encendía, y un teclado de teclas durísimas que casi hacían más ruido que los tipos de mi Olympia.
Windows 95 ofrecía, en aquel entonces, una amplia gama de formas de entretenimiento para el usuario que iban desde el afamado Solitario hasta el entretenido Buscaminas, y también herramientas más útiles como la que más he usado hasta la fecha: Microsoft Word.
Y te cuento esto porque, mientras nos vamos conociendo, en este nuevo proyecto que estreno por el simple placer de escribir, quería hablarte de la importancia de la pasión. Mi pasión por escribir me ha acompañado durante toda la vida y siempre ha estado conmigo. Daba igual si escribía en papel, con mi vieja Olympia o haciendo un ruido infernal en el teclado de mi primer ordenador: la pasión siempre estuvo ahí.
No recuerdo cuándo fue la primera vez que pensé que quería ser escritora. Tampoco recuerdo cuándo fue la última vez que deseé no querer serlo, pero seguro que no hace mucho de eso. Así que supongo que la escritura es algo que está dentro de mí y lo estará hasta el día en que me muera.
Si nuestra relación avanza, descubrirás cuántas veces he intentado curarme del “virus de escribir”, cuántas veces he tratado de arrancarme la pasión por contar historias del corazón e incluso cuántas veces casi lo consigo.
También te contaré cómo ahora, después de muchos intentos, me he dado cuenta de que curarme es imposible.
Así que simplemente estoy dispuesta a abandonarme a ello: abandonarme a las palabras, sin pretensiones ni grandes sueños, simplemente por hacer algo que pueda llegarle a alguien que, en algún punto de su historia, se haya sentido perdido como tantas veces me he sentido yo.
No te prometo nada. Tampoco espero nada especial de ti. Solamente que me leas.
Gracias, si has llegado hasta aquí, por acompañarme en este viaje.